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  • Novela Pichincha
    Instituto de Capacitación en Criminalística
  1. Novela Pichincha

BREVE INTRODUCCIÓN SOBRE LA NOVELA «PICHINCHA»
Para compras a través de Internet o comunicarse con el autor: <bonillalibros@gmail.com>

El Sr. Director Profesor Carlos E. Bonilla del Instituto en Criminalistica “Juan Vucetich” de Rosario, Santa Fe; tiene el agrado de invitar a todos los interesados, a la presentación de su primera novela “PICHINCHA”, que se llevará a cabo en la ciudad de Rosario, el día Viernes 13 de noviembre, a las 19.00 horas; en los altos de la Librería Homo Sapiens de calle Sarmiento Nº 829.-

Novela Pichincha

NOTA PARA EL DIARIO:

A principio del Siglo XX la prostitución, sobre todo en una gran urbe, como lo era Buenos Aires y sus alrededores, podían verse hermosas jóvenes que eran mantenidas por los niños bien; quienes además se podían dar el lujo de tener amantes caras, pasando por la “milonguita” que se mencionaba en los tangos, afincados en oscuros cabarets del bajo, hasta llegar a las muchas “costureritas”, que dieron el mal paso, o quizás a la “obrerita”, que sueña con una vida mejor, y que terminarán empujadas por la miseria y el hambre hacia el lado de la prostitución. Por eso mismo, los café-concerts, los bares de camareras que atendían desnudas, los prostíbulos, los lupanares clandestinos y los “chistaderos” de puertas entreabiertas, eran una manera de sobrevivir, en aquellas calles oscuras, donde las “chicas” sin permiso, se disputaban a los transeúntes. Pero estaban también los barrios coquetos, que tenían las casas adornadas con faroles, que se prendían o se apagaban, si la mujer estaba ocupada o desocupada.
Bernardo Kordon, decía que: “Las piezas de los prostíbulos eran tristes: escuchándose siempre la misma cantinela; crujidos de camas, quejidos falsos y el ruido del lavaje”. Pero sin duda, todos concuerdan que la inmigración, no solo trajo hombres y mujeres desde Europa, sino que, de alguna manera fomento el progreso hacia aquella Villa del Rosario, a orillas del Paraná; y donde hacia mediados de Siglo XIX, se despachaba la producción agrícola, de la también llamada “Pampa gringa”. Pero sin duda el crecimiento demográfico, motivaría, no solo el desarrollo comercial, sino las intensificación de la prostitución, y con ella, un fenomenal negocio, muy redituable para proxenetas y cafiolos. Hacia 1874 el municipio rosarino, aprobaría la ordenanza Nº 32 donde se intentaba reglamentar esa actividad, mediante las “casas de tolerancia”. La medida pretendía sacar del centro de Rosario, los prostíbulos, que tanto molestaban a los buenos vecinos de la ciudad. Sin embargo, a pesar del espíritu reglamentarista, hacia finales de Siglo XIX, las prostitutas clandestinas trabajaban sin ningún control y sin autorización; y en donde los rufianes, dueñas, y madamas marcaban el ritmo de un negocio, que era cada vez más prospero y productivo. Hacia 1896, los informes municipales contabilizaban la existencia de sesenta y un prostíbulos en Rosario, lo que catalogaba, como para denominarla “la ciudad de los burdeles”. Es decir, el dinero demarcaba la aristocracia de las franchutas (francesas), que cobraban cinco pesos, mientras que las polacas, solamente tres pesos, y las criollas (argentinas), dos o un peso solamente.
Pero el negocio no hubiese tomado tanta magnitud, sino fuera por aquellas desdichadas jóvenes, que eran traídas clandestinamente de los distintos países europeos, mediante engaños y mentiras; arribaban primero a Montevideo, y de allí a Buenos Aires, con todos los “sellos reglamentarios”, o sea, con los arreglos y coimas que se debían pagar a los oficiales o a los mozos del barco, para que estos hicieran la vista gorda, sobre la “mercadería” importada. Pero si analizamos la época, vamos a ver, que ésta imponía una “doble moral”, que por un lado sujetaba férreamente a las damas de la alta sociedad, en sus casas, mientras los hombres se reunían en clubes exclusivos.

Los hijos varones eran tratados con dulzura y mimados estos, se podían darse muchos gustos, así como de tener todo aquello que quisieran, sobre todo ese gran “juguete” tan caro como lo era el automóvil; y en donde los taitas y los malevos se mezclaban con los niños bien; que preferían arrendar sus estancias a trabajarlas ellos mismos.
Pero desde luego, que las que sufrían eran las clases inferiores, es decir, los pobres, que aparte de padecer todo tipo de calamidades, hambre, y miseria, debían trabajar de sol a sol por sueldos muy bajos, lo cual nos lleva a reflexionar que las victimas propiciatorias, eran sin duda las jóvenes mujeres, que sí no conseguían un trabajo de sirvienta o lavando ropa ajena, tenían necesariamente que prostituirse, y para colmo muchas de ellas eran traídas desde el interior del país. Pero prostituirse o ser sometidas a la prostitución no era una salida fácil, sino todo lo contrario, ya eran desclasadas por ser pobres, pero trabajar en un burdel las conducía a un escalón mucho más abajo. Sometidas a un régimen simular a la de un gheto: éstas eran obligadas a entregar casi todo el dinero a los proxenetas y cafiolos. Su vida se volvía un encierro miserable, donde los pocos pesos que les quedaban se lo llevaban los “turcos” o los vendedores ambulantes. Mientras eran jóvenes y bonitas los clientes las preferían, pero al volverse viejas, poco a poco, ya nadie se interesada y muchos menos pagar por ellas. Así que vueltas inservibles eran arrojadas a la calle. Si tenían hijos, se los quitaban y los daban en adopción o simplemente iban a parar a un hospicio de huérfanos. Tampoco se podía resistir a vivir de esa manera, porque atender mal a los clientes, solía terminar en una feroz paliza, o más grave aún con la muerte de la pupila. La sociedad estaba en contra de ellas y las personas “decentes” creían firmemente que ellas elegían esa vida porque les gustaba. Así que si sufrían penurias, éstas las tenían bien merecidas. No podían denunciar a nadie, ya sea en la dependencias policiales, en los tribunales, o en los medios de comunicación, porque los periodistas, no siempre se hacían eco de su desgracia. Solo pasaban por este mundo como sombras, que nadie quería ver por representar todo lo malo y lo pecaminoso, que podía existir en una sociedad machista, cerrada, arcaica, cruel y envilecida.

Carlos E. Bonilla
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DISCURSO DE PRESENTACIÓN DEL LIBRO “PICHINCHA”

La época que nos ocupa, no era precisamente parecida o similar a la nuestra; donde a principios del siglo XX, los protagonistas del arte de vivir, residían en esplendidos palacios, y las familias solían ser numerosas, siendo a su vez servidas por un nutrido personal doméstico, con algunos extranjeros incorporados para dar el buen tono necesario. Las damas recibían visitas en días fijos y los caballeros se reunían en clubes exclusivos. Sin embargo toda esta opulencia se fue extinguiendo entre los años 1914 y 1945, cuando se produce la decadencia del encumbrado sector que gobernaba la Argentina en tiempos del Centenario.
Entre los ritos familiares la pareja o sea el matrimonio, vivía rodeado de numerosos hijos, de un puñado de tíos y tías solteros y solteras, también de abuelos y de abuelas. Como tradición perduraba el criollismo, sin embargo los extranjeros enseñaban todavía a comportarse. Pero no todo era lujo o riqueza; las murmuraciones y los comentarios podían comprometer a un mujer de manera justa o injusta, y esa persona sería despreciada por la sociedad. Su vida sería realmente imposible, ya que no la invitarían a ninguna parte, ni le devolverían sus visitas, y si ésta osaba entrar en un salón, la frialdad de la dueña de casa y el vacío reinante, le harían entender lo inoportuno de su visita. Muchas veces, las jóvenes, perdían la amistad de sus amigas cercanas, y aun siendo ricas, tenían que contentarse con casarse con un joven de rango social inferior. En la época era común, que las mujeres permanecieran en sus casas, mientras que los hombres hacían vida en el club; por otro lado, las separaciones dentro del mismo hogar eran relativamente frecuentes, pero era evidente que ganarse la vida para las señoras de la élite, estaba vedada, al igual que irse a vivir por su cuenta.
Los varones eran tratados con dulzura, porque a los criollos, les horrorizaba los azotes que sus contemporáneos padres británicos, les propinaban a sus vástagos en la aristocracia inglesa. Estos eran mimados, y podían darse el lujo de tener amantes caras, donde los taitas y los malevos se mezclaban con los niños bien, que preferían arrendar sus estancias, a trabajarlas ellos mismos. Desde luego, que sus caprichos eran muy caros, sobre todo el automóvil, que había venido a proporcionarles un juguete veloz y muy costoso.
Es de comprenderse, que si esta era la vida de los que más tenían, imagínense, lo que sufrirían las clases inferiores; es decir, los pobres, que aparte de pasar todo tipo de calamidades, hambre, y miseria, debían trabajar de sol a sol, por sueldos muy bajos, lo cual nos lleva a reflexionar, que las víctimas propiciatorias, eran sin duda las jóvenes mujeres, que sino conseguían un trabajo de sirvienta o lavando ropa ajena, tenían que necesariamente prostituirse. Por supuesto, que muchas de ellas, eran traídas con engaños desde el interior del país, donde las cosas, desde luego eran mucho más graves. Pero prostituirse o ser sometida a la prostitución no era precisamente una salida fácil, sino todo lo contrario. Ya eran desclasadas por ser pobres, pero por trabajar en un burdel, el escalón las conducía mucho más abajo. Sometidas a un régimen, similar a la de un ghetto, eran obligadas a entregar casi todo el dinero a los proxenetas y cafiolos. Su vida se volvía en un encierro miserable, donde los pocos pesos que les quedaban se lo llevaban los “turcos” o los vendedores ambulantes. Mientras eran jóvenes y bonitas, los clientes las preferían, pero al volverse viejas, poco a poco, ya nadie las quería, y mucho menos pagar por ellas. Así que vueltas inservibles eran arrojadas a la calle. Si tenían hijos, se los quitaban y los daban en adopción o simplemente iban a parar a un Hospicio de Huérfanos. Tampoco se podían resistir a vivir de esa manera, ya que atender mal a los clientes, podía terminar en una feroz paliza, o más grave aún, en la muerte de la pupila.
La sociedad estaba en contra de ellas, y las personas “decentes” creían firmemente que ellas elegían esa vida, porque les gustaba; así que si sufrían penurias, éstas las tenían muy bien merecidas. No podían denunciar a nadie, ya fuese en las dependencias policiales, en tribunales, o a los medios de comunicación, porque los periodistas no siempre se hacían eco de su desgracia. Solo pasaban por este mundo como sombras que nadie quería ver, por representar todo lo malo y lo pecaminoso, que podía existir en una sociedad machista, cerrada, arcaica, cruel y envilecida.
Sin embargo es necesario que veamos otras miradas, sobre este mismo tema, pero de la mano de distintos autores que abordaron la presente cuestión. El destacado en primer lugar fue sin duda un periodista francés, Albert Londres; quién a través de sus investigaciones se dio cuenta de la magnitud internacional, que tenía este flagelo de la trata de blancas; y así lo destaca en su libro publicado en 1927, “El camino a Buenos Aires”, sin duda alguna un autentico periodismo de investigación, donde se desnuda la vida de los rufianes franceses y de los proxenetas que viajaban a buscar en Europa, mujeres jóvenes para explotar en Buenos Aires, o en las ciudades del campo, como se llamaba a Rosario, Santa Fe, Córdoba, Mendoza, etc. Por supuesto, que el libro se vendió muy bien, sin que por esto los cafiolos o caften dejaren de seguir explotando a las pupilas. Pero su osadía la costo la vida, porque viajando en el barco Georges Philippard, en extrañas circunstancias, entre los días 15 y 16 de mayo de 1932, encuentra la muerte. Se trataba de un viaje desde China a Europa, y en donde de una manera misteriosa se produce un incendio en el barco, del que nadie duda que haya sido intencional. La nave iba cargada con unas trescientas mujeres destinadas a ejercer la prostitución en Argentina.
Pero es importante, ha pesar de los años, que compartamos los pensamientos de Albert Londres, y su mirada inquisitiva sobre una sociedad, donde las mujeres eran “fardos”, que debían llegar a destino, con todos los “sellos reglamentarios”. Es por eso, que procurarse una “gallina”, podría llegar a enriquecer al rufián; pero éste no la podía desatender, ya que el trabajo a desgano, no era bueno para el negocio. Generalmente la primera, solía ser la preferida, pero si éste quería ganar más, debía “doblarla”, o sea buscarse otra mujer. Siempre prestando atención y haciendo que éstas no se sintieran abandonadas. Dicho de otra manera, no había que romper la “maquina” que producía pesos. También se podía tener una “media”, o sea compartir una mujer con otro fiolo, y donde el grito mafioso llegaba ser “salud gallinas”. Así el sueño de todo rufián, era una vez rico, retirarse con su preferida, ya que como se decía; “ésta se había ganado los galones”.
La sociedad podía verse de esta manera, los hierros, las maquinarias, y las puntas de los cascos, eran alemanes. Los ferrocarriles, los trajes y los pepinillos en mostaza, eran ingleses. Los automóviles, las naranjas, y la mala educación eran yanquis. El barrendero era italiano; el mozo del comedor era español; el lustrador era sirio; pero la mujer preferida fue desde siempre la francesa, y la más cara.
Pero donde verdaderamente pone el acento, es describiendo al fiolo argentino, también llamado “canfinflero” o “cafishio”, conocido como rufián de una sola mujer, porque como se decía en la época, lo hacía para no cansarse. Este estaba siempre cuidando su apariencia, no solía comer, ni a beber. Es decir, se conformaba con una simple taza de café con leche y medias lunas, que le duraba todo el día, y de ser posible toda la semana. Como final Albert Londres pensaba; que no se cansaba de admirar a los argentinos, a causa del triunfo permanente que llevaban como una pluma en la mirada: “Estos atrevidos, pensaba yo, levantarían en brazos el Arco del Triunfo si los dejáramos”.
Otro autor fue el Comisario Julio Alsogaray, que se destaca por su libro “Trilogía de la Trata de Blancas”, publicado en el año 1933, donde se pone de relieve el doloroso fracaso de las instituciones en poner freno a los traficantes organizados en explotar a mujeres inocentes y donde la corrupción policial es desnudada en aquella famosa frase; “Vaya a que lo arreglen en Investigaciones”. Los beneficiarios eran, por ejemplo, el joven de familia bien que giraba en descubierto. El señor de abolengo, venido a menos y “arreglado” por investigaciones. El comerciante novel metido a contrabandista y “acomodado” en un trance de apuro; la “tapada” de los escándalos en que terminaron las orgías de degenerados de buena posición. Los “favores” concedidos a fallidos fraudulentos para solventar compromisos, etc. Sin embargo es importante destacar, que el Comisario, tío de los conocidos Alsogaray, trabajaría codo a codo, con el juez Rodríguez Ocampo; que fue el primero en iniciar acciones judiciales contra la temible organización mafiosa de Zwi Migdal: con distintos allanamientos. Pero a pesar de todos sus esfuerzos, la Cámara de Apelaciones de la Capital Federal dejo sin efecto el fallo del juez, al rechazar los cargos de Asociación Ilícita y los inculpados recuperaron sus derechos de ciudadanos libres. Pero sin embargo, a pesar de esto, aquello fue el comienzo del verdadero final del paraíso prostibulario en la Argentina.
La Trata de las Blanquísimas, publicado en el año 1932, por Francisco Ciccotti; fue otro de esos libros, que puso una mirada distinta sobre el Buenos Aires de la época, así como del resto del país, en lo referente al florecimiento del mercado de importación de esclavas blancas. En un país, donde los agricultores eran parsimoniosos, los empleados estaban permanentemente endeudados, y donde la gente era casera y más bien triste, no excitándose más que los domingos en las canchas deportivas. Sin embargo, parece ser que los aficionados al sexo eran muy numerosos, y que las mujeres solían ser menos, hecho por lo tanto que lograba hacer sufrir a los solteros; donde una especie de insatisfacción sexual permanente, se apoderaba de ellos. Lo que obviamente traía aparejado la provocación de hondas perturbaciones psíquicas. En un esquema, donde la mujer argentina no era para el autor, uno de los ejemplos perfectos de belleza femenina: pero sí de valores morales. Exigiendo, como mujer maternal y hogareña una situación regular y un amor legal. Quizás esto implicaría la tragedia del pobre don juan argentino, que llevaba en su humor huraño, el tormento de sus instintos castigados, quejándose en los tangos, igual que un pobre gato desconsolado en la azotea.
Y hablando de tangos, un artículo de Enrique Medina, titulado “Tango que mi hiciste mal” nos acerca a la mística de las letras tangueras; así por ejemplo, Discépolo nos dice: “que el tango era un pensamiento triste que se baila. Mientras que otros pensaban, que solo era “el lamento de un cornudo”. La desolación de cafishio que pierde a la “mina” (en alusión a las minas de metal); resulta ser una pelea entre guapos, y porque uno le quito la mujer al otro. Así el tango llora con el “percanta que amuraste” donde no se refiere a una pena de amor, sino que lamenta la pérdida de la mina, que se le fue con otro; no dejandole el alma herida, sino el bolsillo vacío.
El final del Barrio prostibulario de Pichincha, fue hacia el año 1933, que entra en vigencia la Ordenanza Nº 7 del 30 de abril de 1932; donde se derogaba todas las anteriores ordenanzas, permisos, o concesiones, así como las resoluciones que reglamentaban el ejercicio de la prostitución. Por supuesto que hubo mucha resistencia, pero al final poco a poco los prostíbulos, salvo algunas excepciones se fueron cerrando. Es decir, el derrumbe del Imperio de Pichincha era un hecho.
Como final, quisiera leerles las palabras, que el mismo Londres escribió para sí: Londres escribió en él: «Me gustaría que me concedieran el honor de escucharme. Fui a la cárcel. Penetré en la casa de los locos. ¿Por qué? ¿Para contarles historias? Conozco muchas, más atractivas. A un hombre que desde hace quince años rueda sin cesar por el mundo, no le faltan historias. Quise bajar al foso al que la sociedad arroja lo que la amenaza. Y mirar lo que nadie quiere mirar. Juzgar la cosa juzgada. No he creído necesario dormir en paz sobre las mieles de la ley. Me pareció loable prestar una voz, por débil que fuese, a aquellos que no tenían el derecho de hablar. ¿Llegué a ser escuchado? No siempre. Los que viven sin cadenas, sin inconvenientes, los que comen todos los días, hacen tanto ruido que nadie percibe esas otras quejas, las que vienen de abajo».
ESO ES PRECISAMENTE LO QUE QUIERO HACER CON ESTE LIBRO QUE HOY PRESENTAMOS; PRESTAR UNA VOZ A QUIENES NO TUVIERON LA OPORTUNIDAD EN VIDA DE CONTAR LO QUE PADECIERON, AQUELLAS MILES Y MILES DE MUJERES Y MADRES QUE VIVIERON COMO ESCLAVAS EN EL BARRIO PROSTIBULARIO QUE FUE PICHINCHA EN ROSARIO.

ALGUNOS FRAGMENTOS DE LA NOVELA PICHINCHA:

CUARTITO MÁGICO:

«Cuarto mágico que al penetrar en el las penas se olvidan, dejándonos libres, escapando furtivamente hacia otros horizontes. Largas cortinas bordadas y caladas demostrando señorío y los almohadones de vivos colores, junto a la infaltable colcha tejida con lanas de todos los matices. Alfombras gastadas por el ir y venir de clientes apurados, todo mezclado con perfumes exóticos que aromatizan el aire y juegan al encanto de un lugar que no tiene ni noche, ni día. Cuartito mágico, que es el de siempre, que obnubila, adormece e invita a la reflexión, después del primer momento, o quizás después del sofocón. Viaje eterno al más allá, plagado de misterios, de ocultos encantamientos que a veces se deslucen a la hora final. Pero que siempre se añoran o extrañan, como el elixir de la vida misma. Cuarto misterioso, del que no se puede salir sino olvidando, como en un pacto de silencio. Que oculta pensamientos impuros, deseos pervertidos, que se abalanzan sobre nosotros. Porque de alguna manera, todo lo que allí acontece es mágico. Su calorcito siempre se añora y al llegar nuestras manos transpiran, los nervios nos traicionan, porque la ansiedad y el fuego que corre en nuestro interior, son siempre más fuertes, que la calma y la mesura que debería imperar cuando los deseos se tornan exigentes. Tampoco el tiempo tiene importancia, porque los minutos pueden parecer horas, y las horas casi siempre se parecen a breves instantes. De repente la puerta se abre y la luz puja por entrar primero, como si quisiera curiosear en aquel cuarto misterioso y prohibido. Donde las cosas que en su interior pasan, como los largos abrazos, los besos impúdicos y los cuerpos que entrelazan febrilmente solo tienen cabida entre esas cuatro paredes. Que cual testigos mudos pueden observar la escena, para encerrarla en su interior, con todo lo hermoso y todo lo bello de dos jóvenes que se aman con locura. Aunque tampoco la edad es imprescindible o necesaria, porque la magia alcanza a todos por igual, convirtiendo a los golfos en caballeros, a los obscenos en respetables, a las mujeres en esbeltas damas, y a las feas en simpáticas y muy agraciadas criaturas. Porque la hermosura y la belleza no tienen límites para el ojo humano, que siempre ve más allá o que palpita en cada instante, exultante y desafiante como toda nuestra vida».

Fragmento de la novela “Pichincha”:

«Duras pruebas producen hombres duros, que ya no ríen ni lloran por nada, como piedras autómatas caminan, conviven, pero jamás vuelven a sonreír. Como si la risa fuera una vana realidad que acrecienta las pasiones, ahoga las penas, y vierte el sabor amargo de hiel en los desesperanzados. Cual río subterráneo, que corre y recorre las entrañas de un pasado tortuoso y culpable. Que en lo profundo solo escarba rencores presentes y futuros; pero que no dejan ni por un instante de martillar las conciencias, en un esfuerzo desesperado por cambiar las mil angustias que anidan en el pecho, y con la amargura de los que suelen perder todo aquello que una vez amaron.
Duras pruebas producen hombres duros, que ya no sienten el fuego abrasador de las pasiones. Aquel que solo los quemo en la juventud, consumiéndolos hasta agotarlos. Como si ésas brasas que no deben jamás extinguirse, se apagaran de una vez para no volverse a encender nunca y de su calor que inflama, solo queda el recuerdo opaco del desaliento.
Hombres solos, padres de familia, amantes eternos, buenas personas, pero que a la hora del recuento no alcanzan para convertirlos en seres felices, dichosos, que pasan por esta vida sin pena ni gloria. Solo pasan.
El era uno de esos, uno más del montón y ni siquiera se había destacado demasiado como para que lo conocieran. Nunca alcanzaría la fama solo sería uno más entre tantos, con un buen pasar y nada más.
Como si la vida lo resignara a la oscuridad, o el destino de una existencia vacía al anonimato, que no le impide caer en una muerte segura. Como un gran consuelo, que habría sido infinitamente más pacifica y bienhechora, como la vieja madre con la cara gastada por las arrugas, o aquella que los vientos del norte en su inmensa paciencia, le tejieron puntos oscuros en surcos de la media noche.
La muerte esa vieja amiga del médico, que lo acompaña a todas partes y en especial cuando opera. Esta presente como sino no quisiera apartarse nunca de su lado. Quizás para recordarle siempre los misterios de unos caminos tortuosos, por los que el hombre debe atravesar en su incesante trajín. Ella solo los obliga a recorrer las habitaciones grises de los hospitales, buscando sin cesar evitar la terrible destrucción que vive desde siempre en el hombre, pendiente de ellos como si fuera una amenaza eterna».

Carlos E. Bonilla
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Fragmento del libro “Pichincha”:

«Las reuniones en el departamento de su hermana la separada, eran noches espléndidas que él jamás olvidaría. Sobre todo cuando las dos mujeres después de unas cuantas cervezas comenzaban a bailar cumbias sueltas. Germán no podía entender lo que veía, ya que las dos se movían tan rítmicamente, contorneándose al compás de la música, mientras una botella de cerveza vacía giraba y giraba, haciendo las veces de centro imaginario de sus insinuaciones pecaminosas.
Luego de haber bailado largo tiempo se le acercaban y lo tomaban como el objeto de su atención, sobre todo en una de sus piernas, que para su preocupación era la más sensible. Pobre doctorcito apretado entre aquellas dos fieras, que al calor de sus minifaldas mostraban más de la cuenta.
Sofocón de hombre casado, que piensa en todo menos en regresar a su casa. Pero si lo consigue, al menos quiere hacerlo en una sola pieza. Muchos amigos lo envidiarían con furor por todas las riquezas que él parecía poseer. Desperdicio que se amontona con el viento y que rueda de aquí para allá, como si fuera basura arrojada sobre los infiernos tan temidos. Su alma de poco le servía, sin el suave calor de la juventud que él precisamente no tenía, pero que añoraba desesperadamente».
Carlos E. Bonilla.
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Fragmento del libro “Pichincha”:

«Pasadas varias horas desde que llegará a la ciudad, finalmente la puerta se abrió y la figura de su padre se recorto contra el dintel de aquella abertura dorada, al mejor estilo imperio.
Este se le acercó fraternalmente y lo beso en las mejillas, saludándolo con ternura y afecto. Mientras el joven le retribuyo el gesto, respondiéndole a su padre de la misma forma.
Pero de repente, todo se quedo serio y las risas se ahogaron, apagándose hasta perderse en las frías columnas de mármol. Para dejar paso a una honda mirada inquisidora de parte de su progenitor. Que sin más preámbulos le preguntó hasta cuando continuaría con la farsa de acostarse con aquella indecente mujer todas las noches.
El joven retrocedió aterrorizado por las palabras de su padre, que le causaron un gran disgusto. El amaba verdaderamente a Sofía y esperaba fervientemente que su progenitor lo ayudará con todas sus fuerzas. En vez de reprocharle precisamente su actitud. Además en este momento le era prácticamente imposible dejarla. Porque debía arrancarla de ese burdel para llevársela a un lugar seguro donde tuviera el hijo, que ambos estaban esperando.
La noticia le cayó a Don Roberto, como si lo hubiesen atravesado con un fino estilete envenenado. Retrocedió tambaleante, ante la audacia y el descaro de su joven hijo, que lo hería en lo más profundo de su ser. Ya que su vida, su carrera y su tradición familiar se desmoronaban como un endeble castillo de naipes. Mientras que el fuego infinito los quemaría en las brazas ardientes de un infierno hecho a su medida, y solo para regocijo de sus enemigos».

Carlos E. Bonilla
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Fragmento del libro “Pichincha”:

«El desayuno con el Doctor William fue naturalmente un éxito, ya que aquel hombre pequeño y chispeante la dejó muy feliz y dispuesta a ver la vida desde otro ángulo. Se sentía segura, protegida, y porque no decirlo halagada y muy querida.
Como joven mujer sabía que había impresionado hondamente a este adinerado “abogadito”, que lógicamente seducido, ya había caído rendido a sus pies. Su nerviosismo delator y sus las palabras entrecortadas así parecían indicarlo. A parte resultaba curioso ver sus dedos ansiosos, que se entrelazaban una y mil veces con su corbata gris, que por momentos parecía retorcerse.
El delicadamente le contó la historia aquel terrible lugar, desde donde había escapado a media noche. Para conseguir llegar hasta su finca en el campo de Pueblo Muñoz, distante a solo unos cuarenta kilómetros de la ciudad de Rosario.
El doctorcito le narró sin pelos en la lengua, la historia negra de Pichincha, que no era solamente una calle, sino el epicentro de la rufianería en la gran ciudad. Donde primero se pelearon los truhanes criollos, entre los cuales se destacaba el Paisano Díaz. Y luego vinieron los franceses, judíos y los polacos que terminaron la fiesta a las puñaladas, siendo posteriormente exterminados a los escopetazos por la mafia, que se hizo cargo de todo.
No se trataba de unos pocos burdeles o casas de tolerancia, sino de todo un submundo prostibulario que estableciéndose, termino por imponer las condiciones y las reglas a toda una sociedad decadente. La parafernalia circundante englobaba bares, bodegones, restaurantes, parrillas, cafés, varietés, y hasta salones de baile.
El como abogado sabia que era imposible conocer a los verdaderos titulares, o dueños de esas casas de tolerancia. Porque la mayoría estaban registradas a nombre de testaferros o matones a sueldo. Que quizás simplemente pretendían ocultar a sus “amos”, protegiendo sus nombres durante muchos años.
Además la prensa y la policía, como los políticos estaban comprados en su silencio. Todo lo que allí acontecía era escandalosamente ocultado y silenciado periodísticamente, salvo por unos pocos artículos, que nadie hacía caso.
Ni siquiera Buenos Aires a pesar de tener una población mayor, pudo alcanzar o cobrar tal notoriedad, como en la babilónica Pichincha. Nunca jamás el mundo de la prostitución y la trata de blancas concurrió con tanta fiereza y empuje, como si todo el progreso, el modernismo, el puerto y los ferrocarriles se conjuraran para alcanzar la máxima explotación: que coincidió sobre la vida de aquellas desafortunadas mujeres.
Estas pasaron a convertirse en verdaderas esclavas, o mercadería que se compraba o se vendía dentro de ese barrio, que se llamó Pichincha. Reino del escándalo y el oprobio, donde solo se conocían las delicias de intramuros, porque afuera todo estaba vedado, en un mundo maldito, donde la imaginación y la fantasía jamás llegaron a tener limites».

Carlos E. Bonilla
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Fragmento de la Novela “Pichincha”:

«Pero todo esto no era nada comparado con el lago artificial, que cubría una gran parte de aquel jardín monumental, rematado con un pequeño gran castillo de piedra, que emergía en el medio de aquel ambiente lacustre. Cuyas costas estaban tapizadas de distintas especies de palmeras, que le daban al lugar una extraña fisonomía exuberante, y tropical.
Por aquel lago era posible pasear en dos embarcaciones medianas, muy lustradas y con brillosos detalles. Además de finos asientos tapizados en capitaneé rojo; que por su aspecto mundano, y hasta con un cierto desprecio por el lujo, daban la impresión de querer herir la sensibilidad del desprevenido observador.
El dueño de casa, esa tarde departía amenamente con dos damas de la alta sociedad, muy acicaladas. Que lo halagaban con mohines y sonrisitas indiscretas, mientras no dejaban de observar la ventana entreabierta del primer piso.
Hacía rato que Sofía venía contemplando la ridícula escena del jardín, mordiéndose los labios de celos. No tenían ningún derecho, pero eso poco importaba en ese momento.
De repente las dos jóvenes que estaban conversando amablemente con el inglés, casi dejan caer sus tazas de té al suelo. Abriendo desmesuradamente sus bocas, y conteniendo un ahogado grito. William de espalda no comprendía que les había pasado a sus amigas. Pero al darse vuelta, casi se sienta en el césped de la sorpresa.
Su invitada completamente desnuda, se paseaba en bicicleta, haciendo piruetas con el manubrio. Saltando los escalones de mármol, y sorteando con mucha destreza y riesgo, los enormes macetones artísticos, que parecían hacerse a un costado cuando ella pasaba.
Los tres merendantes que no salían de su asombro, no dejaban de admirar aquel hermoso cuerpo desnudo. Que junto con su larga cabellera rubia, daba la impresión de ser una princesa, salida de algún libro de cuento de hadas.
El encanto se rompió cuando la joven ciclista vestida de Eva, creyendo dominar sus dos ruedas termino de cabeza en el lago artificial. Con una estrepitosa zambullida, que perturbo al dueño de casa que prontamente se saco la ropa como pudo, y se tiró a rescatarla.
Las amigas se miraron con una sonrisita cómplice y llena de picardía, que solo se imprime en la juventud y que arrastra a veces a las personas a cometer excesos de los que luego se arrepiente. Pero este no era el caso, así que sin titubear ambas jóvenes se desnudaron al unísono y se lanzaron prontamente al agua. Allí juntos los cuatro festejaron la ocurrencia que lógicamente sería la comidilla de todos sus amigos, si algún día se llegaban a enterar.
Carlos E. Bonilla

Reconocimiento del Concejo Municipal:

Novela Pichincha

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Entrega de un ejemplar al Gobernador de San Luis (2015) Claudio Poggi:
Nota de la Revista Nosotros del Diario El Litoral (21/01/2017)

Novela Pichincha

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